sábado, 31 de mayo de 2008

Jacinto Convit


EL UNIVERSAL


La mirada límpida de sus ojos azules dice que a los 96 años Jacinto Convit conserva intactas sus facultades, su pasión por el conocimiento y la sabiduría del científico cuya razón de ser es servir al hombre. Hijo de inmigrante catalán y de venezolana de origen canario, aventajado estudiante del Liceo Caracas en la segunda década del siglo pasado, la invitación del doctor Martín Vegas para que visitara la leprosería de Cabo Blanco, en el litoral, antes de su graduación, en 1938, ataría su destino, como médico residente, a la vieja casona y a la curación de la bíblica enfermedad.

Durante siete años Convit convivió con los leprosos, doblemente condenados a la segregación total y la hospitalización compulsiva, además de las secuelas de una enfermedad que para entonces no tenía cura. De ese tiempo guarda dos recuerdos imborrables. Uno es el de un campesino, atado con cadenas, que le entregó la policía, por ser portador del mal. El otro el rostro de estupefacción de un hombre, con varios años de reclusión cuando descubrió que se encontraba sano y podía volver a la libertad.


Pero la compasión del joven galeno era activa y fue así como organizó un grupo de ocho médicos, seis venezolanos y dos italianos, con quienes se dio a la tarea de encontrar una cura para la enfermedad. Lo primero fue tratar de potenciar el aceite de Chaulmoogra, el único remedio para la época, proveniente de un árbol asiático, con magros resultados, pero luego de varios años de investigación lograron determinar que un compuesto de Sulfota y Clofazimina tenían suficiente efectividad para remitir el mal. La primera consecuencia del descubrimiento fue la eliminación del aislamiento compulsivo y por tanto de las leproserías. Así, Venezuela se convirtió en el primer país del mundo en cerrar ese tipo de establecimientos.


En 1947, luego de 10 años de amores, se casó con una joven de origen italiano, Rafaela Marotta, del matrimonio nacieron cuatro hijos: Francisco, Oscar, Antonio y Rafael, los dos últimos gemelos y médicos como su padre. En los años 60, presentó en Londres, durante una reunión de la OMS (Organización Mundial de la Salud), un informe sobre los resultados de sus investigaciones que se incorporó a un trabajo, Therapy of Leprosy, del cual fue coautor, junto con un grupo de especialistas de todo el mundo, que sirvieron de base para el programa de Poliquimioterapia, difundido por la OMS en los países endémicos.


Pero la gran obra de Convit y su equipo fue el desarrollo de dos modelos de vacunación para el control de la lepra y la leishmaniasis. En el segundo de los casos resultó tan eficaz que logra el 95% de curaciones sin efectos secundarios. Gracias al aporte de la investigadora norteamericana Elenora Stors, quien descubrió la lepra en un tipo de armadillo (cachicamo) en EEUU, Convit inoculó el bacilo de la lepra en estos animales y obtuvo el Micro Bacterium Leprae, que mezclado con la BCG (vacuna de la tuberculosis), produjo la vacuna.


En 1988 su descubrimiento le valió una nominación para el premio Nobel de Medicina. Un año antes fue distinguido con el Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, entre muchos otros reconocimientos recibidos a lo largo de una carrera de casi 70 años. Y allí, en su laboratorio del Instituto de Biomedicina, continúa su infatigable labor, convencido de que aún y no obstante su avanzada edad, tiene mucho que ofrecerle a la humanidad.